domingo, 16 de noviembre de 2008

Reinaldo Arenas - El Palacio de las Blanquísimas Mofetas (fragmento)

Pero había, realmente, una luna tan inmensa. Una luna extraña y distante, brillando en el cielo, precisamente en ese momento en que él salía a la calle con la maleta y los diecisiete pesos en el bolsillo. Una luna fría y sin tiempo, corriendo por un pasaje de cartón piedra, inhóspito e inapresable. Había, también, el ruido clarísimo del órgano, en El Repello de Eufrasia, que giraba sin fin, sin tiempo, también terrible e invariable, acosando… ¿Qué hacer? La Luna, alta y cruel, observaba implacable, con su mueca habitual; el órgano, fijo y agresivo, rotundo chillaba en la medianoche… Si piensas ya no hay salvación, si te detienes y piensas, si por un instante vacilas, pereces. Oye el órgano, oye ese estruendo minucioso, oye y escapa. Corre… Pero la luna también es agresiva y fría. La luna es la versión del nuevo espanto que te aguarda, si huyes. Su resplandor brillante e inevitable te habrá de desnudar, te habrá de perseguir; habrá de proyectar tu silueta en los incesantes parajes de la soledad, de la miseria, de las nuevas ofensas. ¿Qué hacer? La luna llena, suntuosa y horrible, sin tiempo, lo ilumina, lo proyecta ya sobre una explanada inmóvil. Su milenario rostro de puta abofeteada decía: qué puedes hacer tú solo bajo resplandor. Entonces, él dejó de caminar –aún no había cruzado la esquina-, puso la maleta en el suelo y miró a lo alto. Al rostro invariable de la Gran Puta que, por encima de la chillona algarabía del órgano, al son del cual giraban los otros, seguía fluyendo, familiar, altiva y fría, por un escenario desolador.

Reinaldo Arenas
Fortunato y la luna

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